miércoles, 12 de junio de 2013

Regreso a la muerte

El ladrido de un perro solitario, cuando la tarde parece querer resistirse a darle paso a la fresca noche de primavera. Sólo un ladrido desganado, traído por una silenciosa brisa. En un rincón de un pequeño y perdido pueblo. En un rincón algo elevado, donde el último gris añejo de las piedras de las casas, contrasta con el incipiente verde del bosque que abraza aquel lugar. Como los brazos de una madre vigilan a su bebe. Todo en silencio. Soledad, soledad de la que encoge los corazones y seca las gargantas. Soledad de la que se aferra al pecho y estrangula sin piedad. Hasta secarte la vida.

Juan se giró y con la cabeza agachada observo los escalones que subían, dejando tras de sí, la parte trasera de la milenaria iglesia romanica de aquella pequeña aldea de los pirineos. Llegó al ultimo escalón, ahora estaba en una planicie de unos 200 metros cuadrados, rodeado de pinos, abetos, y abedules. Más allá, espesor del bosque y niebla. El terreno alli comenzaba a subir vertiginosamente desafiando a.la gravedad, hasta convertirse en una pared casi vertical, de roca humeda y gris, sin asperezas, piedra pulida por los años y acariciada por el musgo.
Juan se volvió a girar hacia atras, ahora tan solo veía de la iglesia el campanario. Ignoraba que bajo el cesped nacido naturalmente que pisaba en ese momento, siglos atrás había estado ubicado el camposanto de la aldea. Aunque poco le importaban ya esas cosas. El perro volvió a ladrar en la lejanía, se oía tan lejos, que a Juan le pareció provenir de otra época, incluso otra vida, otra realidad, que no era la suya. Juan estaba ya casi fuera de esta realidad, o de esta mentira, porque hacia dos años que para el todo era falso. Todo era un montaje, alguien o algo, preparaban absolutamente todo lo que él iba a ver o tocar a lo largo de cada dia, era todo falso, previamente colocado allí para que Juan creyera que estaba viviendo una vida real. Pero Juan lo sabía, los había pillado, auunque no tenía pruebas. Era solo su intuición, pero lo sabía. Aunque desconocía los motivos. ¿Porqué lo querían allí?. ¿Porqué las demás personas del mundo no entendían que eran como ratas de laboratorio?. ¿O tambien eran personas falsas?. Era él la única persona real de ese mundo?.

Juan vió algo moverse entre sus pies. Era un saltamontes, el hombre se agachó y con cuidado dejó que se subiera a la palma de su mano, juntó las yemas de sus dedos y contempló al insecto encarcelado en sus manos.
Juan lo miró durante unos segundos y comenzó entonces a llorar. El ladrido del perro era traído por un suave viento, pero Juan no lo oyó. Empezaba a oscurecer. Silencio otra vez, silencio absoluto, roto ahora por los sollozos de un hombre de 32 años.
- ¿Y tu... También eres falso?.- Preguntó Juan al pequeño insecto. - No me puedo creer que tú seas real y yo no, tú tienes tu vida, comes, andas, vives y mueres. Y yo... ¿Yo que soy si no tengo vida propia?.-
Juan se secó las lagrimas de su rostro y comenzó a andar hacia el bosque. Sin saber adonde ni para qué, se adentró en el bosque cuando el ultimo rayo de sol acariciaba su espalda. Pero Juan no lo notó, ni tampoco escuchó a aquel perro que ahora aullaba. Tan sólo habia silencio, y una certeza, Juan jamás saldría de aquel bosque.

Había avanzado unos veinte pasos cuando se topó con la pared de piedra. Tenía dificultades para ver, así que entre sollozos recordó que llevaba una linterna en el bolsillo de sus pantalones. Al intentar meter su mano derecha en el bolsillo, se dió cuenta de que aún llevaba un saltamontes prisionero. Se arrodilló y lo dejó libre entre la hierba del suelo. Aquel pequeño ser tenía vida, algo que Juan había deseado tener, pero no había logrado encontrar.
Siguió caminando con la roca a su izquierda y el bosque a su derecha por unos minutos, hasta que encontró una enorme grieta en la pared por la que podría subir. La obertura, fruto de algún derrumbe ancestral tenía unos dos metros de anchura, y en su interior grandes rocas desprendidas hacían de perfecta escalera para salvar el desnivel, con la linterna en la boca y una decisión desconocida en él, trepó de roca en roca, agarrándose a raices con una fuerza sobrehumana consiguió llegar a la planicie superior, era calcada a la inferior, bosque, y detrás, otra pared, aunque ésta insuperable. Aquella nueva pared tendría quinientos o más metros, y cada vez se hacía más estrecha, hasta terminar en un imponenente pico nevado, único lugar en el que aún se reflejaba un poco el último sol de aquella tarde.
Hacia adelante no había salida, así que almenos ya sabía por dónde no debía ir. Dejó a su derecha la cima nevada y comenzó a andar en la dirección en la que había venido, pero esta vez a veinte metros por encima. A su izquierda un abismo se abría a sus pies. Juan no miraba hacia abajo sinó hacia el horizonte, el infinito. Caminó hasta divisar al fondo del barranco la explanada verde sobre la iglesia. Más allá, el pequeño pueblo se podía ver en su totalidad, pequeñas y viejas casas, la  mayoría deshabitadas, de paredes de piedra y techo de negras láminas de pizarra. Roídas vigas de madera asomaban de desnudos techos en algunas de ellas. Bajo él, el límite. El límite del suelo firme, el límite de la vida.
No recordaba porque allí. Porqué había elegido ese lugar para poner fin a sus dias. Quizás porque recordaba aquel lugar de la infancia. De un momento en el que había sido feliz,en alguna excursión tal vez. De las muchas que hubieron, cuando su ingenuidad e inocencia le brindaban la oportunidad de la felicidad. A caso falsa, pero que podía ser buena desde la ignorancia, pero ya no.... ahora lo sabia todo y no podía seguir viviendo ese fraude. Respiró profundamente, lloró como un niño que se sabe abandonado y se dejó caer. Abajo, el verde campo que fue cementerio antes, le esperaba para cobijar su eterno sueño. Bienvenido a casa, oyó mientras caía, la existencia real de tu alma.

El sonido del seco golpe hizo que una lechuza cambiara de arbol. Nada más, nada cambió en el mundo, al menos en ese mundo.
Un dolor que no era normal, un dolor que torturaba la cabeza de Juan, era como si su cabeza estuviera abierta, como si todo lo que había estado alguna vez dentro de ella estuviera esparcido por el cesped, incluida su alma y sus recuerdos, su esencia y su imagen.
No podía ver casi nada, salvo unas sombras oscuras que se movían entorno a él. Quiso sentarse y creyó hacerlo, aquellas sombras, casi humanas se movían trazando circulos en el aire teniendo a Juan como eje central.
Son ellos. Pensó Juan. Saben que les he descubierto.
Pero rapidamente olvidó a las sombras negras, pués estas desaparecieron y Juan se dió cuenta que estaba de pie. En el suelo, una mancha oscura dibujaba la figura de un hombre incrustado en la hierba.
Quizás mi sangre. Pensó, pero se toco la cabeza y brazos y vió que no sangraba.
Cuando empezó a caminar se sintió tremendamente ligero, como si los pies no le tocaran el suelo. Se dirigió al pueblo, ya era de noche, algunas calles estaban iluminadas por antorchas, el pueblo ahora parecía distinto,las calles ahora eran de tierra, algunas adoquinadas. Le dió la sensación de haber retrocedido en el tiempo.
Se asomó tímidamente por la ventana de una de las casas, dentro, un tenue resplandor iluminaba la casa, lo suficiente para que Juan contemplara a sus habitantes. Eran figuras como de personas, sombras como las del cementerio, pero esta vez las podía verlas de cerca. Parecían actuar con normalidad, ajenas a él. Juan pensó que parecían estar comiendo algo, en ese instante una de las sombras pareció reparar en él. La figura se dió la vuelta y se acercó a la ventana, se detuvo a un palmo de la cara de Juan, éste se quedo paralizado, la sombra no tenía rostro y emitía un chillido sordo que era la causa de su dolor de cabeza, que se volvió a acentuar. Juan salió corriendo sin entender nada. Corría calle abajo, volaba, descubrió una de las casas con la puerta abierta. El hombre, asustado, se detuvo, y de esa puerta salió un hombre que le invitaba con gestos rápidos a entrar en su casa.

Al entrar en la casa se sorprendió aún más. Parecía estar en otra época realmente. En la estancia sólo había una mesa y dos sillas de madera y esparto. En el hogar, apagado, colgaba un caldero de cobre, aboyado por decenas de golpes. El hombre cerró la puerta y hizo una señal a Juan para que éste se sentara. Y eso hizo.
El extraño hombre de mediana estatura iba vestido con unos sencillos pantalones de piel marron, cosidos a grandes puntadas, por una mano experta pero sin las herramientas adecuadas. Llevaba un sayo marrón, parecia de algodón. Y una especie de gorra o barretina primitiva en la cabeza. Al quitarse la prenda de la cabeza mostró una larga melena blanca y una cicatriz que le bajaba del labio a la barbilla.

Definitivamente, estaba soñando. Decidió cerrar los ojos y quizás asi se acabaría el sueño. Él estaría en su casa, en su cama, y todo habría sido un sueño. Pero al abrir los ojos aquel hombre todavía seguía allí, de pie frente a Juan, con los brazos cruzados.
-No entiendo nada.- dijo Juan. -Que te ha pasado Juan, ¿Te han herido?.
-¿Me conoces?, ¿Como sabes mi nombre?, ¿Que le pasa a este pueblo?
Te llamas Juan De Sanctis, tu padre era el herrero de este pueblo, y tú, su único hijo, te marchaste a Barcelona para unirte a las tropas del conde Ramon Berenguer, para ir a la guerra con los moros. Tu padre, Juan  y tu madre, Enedis, murieron hace dos años, en el año de Dios de 1051, que en paz descansen.

Juan se perdió totalmente, no quiso saber si era un sueño, no comprendia nada, simplemente se dejó llevar.
-Y tu quién eres.- preguntó. -Mi nombre es Ramir, alcalde y juez de este lugar, atrapado en esta casa durante tanto tiempo... ,pero ahora ya me puedo ir, porque has llegado tú a despertarme de mi sueño eterno.-
Juan sintió estremecer todo su cuerpo, como un relampago helado que entró por su nuca y bajó cosquilleando hasta los dedos de sus pies. Sus pies, los miró y no los halló, quiso salir de aquella casa y no pudo andar. La risa de Ramir sonó en la estancia, y el viejo alcalde se coloco su gorra y se dispuso a salir a la calle. Juan gritó y gritó, pero no se pudo mover de la silla. Ramir se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa de despedida. Cuando iba a cerrar la puerta, un saltamontes cruzó el umbral y entró en la casa. Ramir pareció asustarse por aquel pequeño ser, y rápidamente dió un paso atrás y pisó con fuerza al insecto. En aquel momento Ramir pareció hacerse más real que Juan. Que se quedó allí sentado, dejó de dolerle la cabeza, dejó de ver, dejó de sentir, todo se apagó.

La familia de los García siempre aprovechaban los Domingos para sus excursiones a la montaña. Preferían los pequeños pueblos de montaña. Buena gastronomía y bonito paisaje. Aquel Domingo, Ernesto, el padre, detuvo el coche en un estrecho callejón que conducía a la iglesía de ese bonito pueblo. Un coche funebre les cortaba el camino, tenía el portón trasero abierto, lo que significaba que tenían que meter un feretro. Para ahorrar esa esa visión a sus hijos, Ernesto y Júlia sacaron a los dos niños del coche y subieron unos pocos escalones, había un rellano y la puerta de la iglesia a la derecha. Por la izquierda vieron muchos escalones y por ellos descendían unos hombres con el ataúd. Para esquivarlos decidieron entrar en la iglesia. La puerta se abrió, el padre estaba acabando su misa en aquellos momentos. Ante una decena de ancianas el párroco terminaba pidiendo una oración por el joven que había sido encontrado sin vida aquella mañana. Al parecer un excursionista perdido había caído por un precipicio cercano.
Aquel incidente quitó el apetito a los García, que decidieron no parar ya en ese pueblo e ir a comer a otro. Para salir del pueblo solo existía una carretera, la cual pasaba por encima de un rio, justo donde terminaba el pueblo. Al acercarse el coche al puente este hubo de detenerse por un semaforo y mientras esperaban que la luz verde se encendiera, Júlia observó a su derecha un viejo puente que unos metros más arriba cruzaba el rio y comunicaba el pueblo con la otra orilla. Sin duda el puente principal durante cientos de años. En el instante en que Ernesto aceleraba, Júlia descubrió una figura andando por el puente, iba andando en la misma dirección que el coche. El puente nuevo y el viejo se acercaron más, ahora estaban tan sólo a unos cuatro o cinco metros, y aquel hombre se giró hacia ellos. Su ropa era como antigua, llevaba una capa marrón y un gorro que se quitó a modo de saludo. Su rostro se quedó marcado en la memória de Júlia. Era un hombre de unos 50 o 60 años, con el pelo canoso y largo y una horrible cicatriz en la cara. Pero lo que más impactó a la mujer fue la expresión de aquel rostro. Era como si se hubiera reído de la mismísima muerte. Aquel pensamiento le heló la sangre. Cuando le dijo a Ernesto que mirara allí no había nádie ya. Se había esfumado.

Julia siguió muchos meses recordando aquel encuentro. Como buena historiadora buscó información en las bibliotecas sobre aquel lugar. Investigó si hubieron antes personas que vieron a aquel ser del puente, vestido de otra época y con aquella sonrisa burlona. Pero no obtuvo respuestas a eso. En uno de los libros que consultó leyó que doce años atrás se escavó en un solar cercano a  la parte trasera de la iglesia del pueblo, encontrando los restos de un camposanto medieval. Dónde se encontraron las lápidas con los nombres de los aldeanos enterrados allí, los más ilustres. En el libro estaban recogidos los nombres y cargo de aquellos. Ninguno de los nombres aportó nada a Julia. Eran nombres de gente acomodada y religiosos. Tan sólo uno no era ni rico ni religioso. Había tenido el honor de ser enterrado allí por ser un caballero templario, que regresó a casa herido en batalla y murió en el año 1053. Se llamaba Juan De Sanctis.

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